De la infancia I:
¿No escuchas pasar los trenes?
Mi padre vivió en la antigua casa del administrador del tren en El Paso, era un edificio largo que era boveda y departamento a la vez, el techo era alto y en la parte trasera tenía una gran puerta de acero que cerraba la caja de seguridad. Según contaban, ahí vivía el administrador del tren y en esa boveda se guardaban mercancías valiosas y el dinero con el que pagaban a los trabajadores.
Al comprar esos terrenos, ese peculiar edificio pasó a ser propiedad de la empresa donde trabajaba mi padre, el cual acababa de obtener la residencia legal en Estados Unidos y tenía que permanecer un minímo de 6 meses sin salir de ellos, como favor y para aprovechar los servicios de velador gratuito, su jefe le ofreció el lugar para quedarse mientras ese tiempo pasaba.
La ironía de esto estaba en un rio y la ridicula distancia que separaba nuestra casa de la del administrador del tren, si queríamos llegar rápido sólo teníamos que salir de casa, caminar hacia el norte, cruzar el río y seguir caminando en la misma dirección, no creo que nos tomara más de treinta minutos hacerlo, de hecho, desde mi casa podiamos ver la construcción roja, por desgracia teníamos que seguir la ley, y teniamos que cruzar por el puente Santa Fe, y mi padre tenía que ir por nosotros al centro de El Paso, y luego regresar a su casa
Lo visitabamos el fin de semana, por la tarde nos poníamos a limpiar ladrillos, que no era tan tedioso ni cansado como parece, menos si sabes que te darán un dólar con veinte centavos por cada 100, se trataba sólo de quitarles el cemento que les quedó adherido al momento de derribar el edificio del que formaban parte.
Por las noches pasaba el tren y toda la casa se movía, los que dormíamos en el suelo eramos los primeros en enterarnos de la cercanía del tren, una vibración ligera algo como un latido nos anunciaba el paso del tren, el ruido si es que se le puede llamar así, no es tan molesto, no si lo escuchas una vez a la semana, pero mi padre ya se había acostumbrado, luego sigue el olor del acero de los rieles y de las ruedas, un aroma producido por el calor, el carbón que cae entre los durmientes se calienta un poco y los olores del humo de la maquina del tren y de los viejos carbones tibios daban como resultado lo que en sus inicios se ha de haber conocido como la peste del progreso, en esos tiempos era solo el aroma de una maquinaria antigua, de una criatura no muy vieja pero cansada, una maquina de huesos, moviendonse en una supuesta lentitud. Esos trenes eran largos, su paso duraban casi los veintes minutos,sólo estando cerca de ellos te das cuenta de que tan rápido se mueve un tren, y su ritmo con los días se vuelve hipnotico, te arrulla todo ese desfile de metales, campanas y vagones reacoplandose mientras pasan frente a ti, la maquina se habia instalado en nuestras vidas y nuestros corazones.
El tren no significaba irse de un lado a otro, no lo asociabamos con el viaje o la distancia, el ruido del tren para mi significa dormir juntos, estar cerca, descansar.
De la infancia II:
Cuando eramos pobres e indocumentados
En mi niñez pensaba que era pobre, no era culpa de mis padres sino del televisor, veía los comerciales de McDonalds o de BurguerBoy y pensaba con firmeza que yo jamás en mi vida comería una hambuerguesa.
Un día una amiga me confesó algo similar, el primer día que su padre los llevó a comer a un restaurante la carta le causó pavor “no sabía que pedir, todo me parecía carisímo y pensaba que mi padre terminaría en la carcel al no tener con que pagarles”, curioso que las dos experiencias tuvieran que ver con comida, para ser más precisos con restaurantes, otro amigo al comentarle este asunto me dice que el pasó por algo similar, “lo que pasa en que en aquellos tiempos los papás no daban color” me dijo, a él, carecer de ciertos juguetes lo hacía sentirse pobre.
Después de pensarlo mucho me doy cuenta de que no crecí en un barrio pobre, las diferencias eran minimas, cada familia se buscaba el sustento de la mejor manera que podía, y por lo general eran honestas, un vecino era carnicero, el otro electricista, algunos ya habían entrado a las maquilas, enfrente de mi casa había una piñateria, los que no tenían opción nos robaban los tanques del gas o las herramientas, la bateria o el estereo de los autos, pero el barrio era tan pequeño que tuvieron que irse a robar a otros.
Pero no eramos pobres, jamas alcanzamos las altas cimas de la miseria que nombra Groucho Marx, una vez platicando de nuestras etapas miserables me cayó el veinte, “en una epoca en que la familia atravezaba por una mala racha no la pasamos comiendo pollo por unos dos meses, mi madre compraba una caja de pollo congelado cada quince días, y como ustedes saben, los mexicanos no tenemos mucha variedad para el pollo: pollo frito, pollo empanizado, pollo con una lata de verduras, caldo de pollo, mole, pollo frito, pollo empanizado, pollo…”, y yo contaba esto como la etapa más miserable de la familia, una mujer me miró a los ojos con esa expresión que significa que sólo por que me estima no me dice que soy un imbécil, me dijo, “al menos tenías pollo”.
De niño puedes crecer creyendo que eres pobre, pero con los años debes de admitir que no lo eras, tal vez no había juguetes, ni comidas en restaurantes, pero tenías lo básico, lo que cualqiera necesita para sobrevivir, de niño no lo entiendes y como padre duele que los niños sean así, tenemos en la cabeza otras ideas, no estamos en el mismo canal de tristezas negras por las que atravieza un adulto día a día, mi madre recuerda que le pedíamos juguetes en vez de mandado, y no dudo que algún día hubiera preferido hacerlo pero era imposible, hasta los diez años nos hizo fiesta de cumpleaños, extraño número para señalar el fin de la infancia, pero para ella, ya eramos unos niños grandes, y ya no estabamos para piñatas, gorros y pasteles, cuento esto y hay gente que me dice que nunca le hicieron una piñata.
Nunca a esa edad te das cuenta de que tus padres trataron de hacerte la vida facil y lo hicieron en la medida de sus posibilidades. Cierto orgullo, cierta dignidad o ya por simple responsabilidad mis padres jamás dejaron que trabajaramos como lo hacían algunos vecinos, en la casa sí había que partirsela pero porque ese trabajo era para la casa, mi primer trabajo lo tuve unas vacaciones de verano cuando estaba en la secundaria, desde el segundo piso de la piñatería veia a mis amigos jugar todo el día mientras yo recortaba arcos y aros de carton, apilaba periódicos y armaba patas para las piñatas en forma de burro, mi madre, al verme con las manos llenas de ampollas de tanto cortar cartón, me decía que debería aprovechar las vacaciones para jugar como todos, que no tenía necesidad de trabajar, que me dejaban hacerlo porque eso es lo que quería hacer, pero si por ellos fuera preferirían que estuviera en la calle como todos, ya después tendrán que trabajar, quieran o no quieran, pero ustedes tienen que disfrutar su infancia.
A la siguiente semana Bety, dueña de la piñateria y hermana de Julio, uno de mis amigos de la niñez me despidió del trabajo, me dijo que las cosas iban mal y me dio 40 pesos, hasta el día de hoy, en que escribo esto, todo me hace suponer que mi madre habló con ella y le sugirió que me despidiera.
Las razones, sólo una, mi madre ya veía venir la última infancia de este barrio, al siguiente años entraríamos en las garras de la adolescencia y la vida de cada uno de los niños de aquel barrio tomarían caminos distintos, un verano después yo estaba en tercero de secundaria, muchos de aquellos amigos abandonaron la escuela, se convirtieron en empleados de trabajos de verdad, algunos de casaron por la vía express del embarazo y el pequeño solzimer empezó a ver como su barrio se hacía más pequeño, y llegaron las nuevas amistades, las aburridas tareas de la preparatoria, los fines de semana saliendo a la ciudad mientras mis amigos de la infancia se juntaban en las esquinas a jugar futbol y beber cerveza, yo me dirigia a otra esquina lejana, tambien a beber cerveza, viernes sabado y domingo pasaban a gran velocidad, ellos volverían al trabajo y yo la escuela, el camino de la casa a la parada de la rutera me parecía eterno, los saludos, las invitaciones a una fiesta, una cascarita, un largo pasillo de voces, de rostros entrando al misterio de la juventud.
Nunca fui pobre, nunca fuimos pobres, la pobreza estaba en otro sitio, muy cerca, esperandonos y mi padres a pesar de las carencias me enseñaron lo suficiente, lograron que al menos a mi, la pobreza (la verdadera pobreza) aun me siga esperando.
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