jueves, abril 27, 2006

La vida que pasa


A las 10 de la mañana pasa la camioneta de la lavandería, antes pasaba un hombre a pie gritando por la cuadra la palabra lavandería, pensé que era un loco que se había traumado con alguna maquina de lavado en seco. Luego recuerdo que mi padre trabajo en una lavandería, fue su primer trabajo en esta ciudad, estaba en el area de sabanas que le daba servicio a un hotel, la historia del hombre al que una exprimidora le arrancó el brazo siempre me ha fascinado, “la sabana entró blanca entre los rodillos y la sangre empezó a salir por la otra, parecia que la estabamos pintando” dijo mi padre.
Esa imagen me llega ahora a la cabeza como si la hubiera realmente visto, “lo que estabamos viendo de alguna forma hizo que no escucharamos los gritos” el brazo paso por los rodillos y el color de la sangre se extendió facilmente entre las sabanas humedas, prefiero pensar que los hombres no escucharon los gritos de aquel pobre empleado impresionados por el accidente y no por ver todo el trabajo de un día echado a perder.

El peor trabajo que tuve fue en una maquila, pero no era una de esas naves gigantescas con largas líneas de producción, era todo lo contrario, una de esas maquilas que diversifican sus productos y se vuelven pequeños centros de ensamble y que cambian el nombre de la razón social cada año para no darles antigüedad a sus empleados, se hacia de todo: se ensamblaban balatas, lamparas en forma de encendedor, se empacaba comida para perros y se armaban pequeños anzuelos con forma de pescado.
Salvo la comida de perro en menos de un mes había pasado por las tres líneas de producción, me quedé en el asunto de los anzuelos, las chicas pegaban las dos partes de plástico con acetona, nosotros teníamos que quitar el exceso de plástico que sobresalía en los bordes, el horario era infame, de las 7:00 de la mañana a las 5:00 de la tarde, no la pasabamos sentados limpiando los anzuelos con una navaja, lo difícil era quitarles el que tenían bajo las piezas de metal, Victor, Raul, un señor y yo eramos todo el departamento, nos llegaban cajas y cajas de esos mugreros, el estándar era sacar todo lo que nos había entregado. El señor tenía años trabajando en eso, lo hacía con una velocidad increible, gracias a él lograbamos el estándar diario, yo miraba sus codos y veía como sus hueso se habían deformado, parecían codos de murcielago.
En el verano, cuando el calor fue insoportable tuvieron que prender los ventiladores, dos empleados tenían que subir al techo a vacíar 4 botes de 20 litros al único aparato que existía, de vez en cuando nos tocaba a nosotros, nos gustaba estar allá arriba, era mejor que estar ahí limpiando anzuelos, pero un día yo me tropezé con un cable de la energía eléctrica, metí las manos pero aún asi llegué hasta la orilla del edificio, si hubiera caido con más fuerza no estaría contando esto, recuerdo que me quede viendo el suelo,la calle, lo más de diez metros que me separaban de ellos, no tenia ninguna posibilidad de salvarme. Entre el miedo y el coraje llené de nuevo otro bote de agua y lo vacié en el aparato. Lo que sucedió abajo fue suficiente para que no volvieran a mandarme a la azotea, un gran charco de agua estaba en el piso de la planta, justo a lado del area de balatas, ‘mejor un charco de agua que uno de sangre" le dije al supervisor, quien creo ni se ha de acordar de esto y nunca se ha de haber esforzado en entenderlo.

Un día saliendo de la escuela, en un crucero muy transitado vimos una troca pitando y a su pasajeros gritándole grosería y media al tipo que hacía su alto en la esquina mientras esperaba la luz verde “muévete cabrón, orale guey, a la chingada, dejanos pasar hijo de tu pinche madre, andale puto y bajamos a partirte tu madre, orale cabrón como vas” el tipo dio vuelta a la izquierda y estos salieron disparados como un tren, en la caja de la troca traían a un hombre inconciente, uno de ellos le golpeaba la espalda “aguanta cabrón, ya mero llegamos, pisale cabrón” tenía un zapato totalmente quemado y el pie destrozado, en el piso de la caja había una oscura mancha de sangre. “Se electrocutó” nos dijo el Magadan.
De ahí la desesperación, los gritos, la impotencia, toda la desgracia en la parte trasera de una troca vieja. No es facil de creer, pero esos hombres que iban gritando y dispuestos a todo con tal de llegar a la cruz roja tambien estaban llorando.

Ahora entiendo el orgullo de mi padre al mostrar sus mas grandes cicatrices durante la cena, cada cicatriz del hombre que trabaja es un saludo, un cariñito de la muerte que los visita de vez en cuando.

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