Postales de invierno
Recuerdo los primeros días de diciembre en la secundaria, era un niño de once años recorriendo su primer invierno adolescente, recuerdo una mañana con el pelo congelado, hiriéndome las yemas de los dedos con los afilados pedazos de cabello terminados en punta, recuerdo haber pensado que podía quedarme calvo si alguien me sacudiera la cabeza con violencia.
Una tarde desperté antes del anochecer, me había quedado dormido y al despertar para mi eran las siete de la mañana, lo bueno es que era martes y a mi grupo los dos primeros días de la semana nos tocaba educación física, así que ya traía el uniforme puesto, me levante, me lavé la cara, tomé mi mochila y salí corriendo
-que bueno que ya te despertaste- dijo mi madre –para que vayas a traer la leche
-ya no alcanzo a ir, ya se me hizo tarde-
-a donde vas?-
-a la escuela- grité ya estando en la calle
Atravezé corriendo el juego de futbol que los vecinos de mi edad estaban jugando, llegue a la esquina de Lirios y Encino y me dispuse a esperar la rutera, por suerte no pasó rápido, aún en la modorra me di cuenta que algo estaba mal, esta mañana mis amigos jugaban futbol en vez de estar camino a la escuela, la gente platicaba en las banquetas, había demasiada gente sin prisa, a excepción de mí todos parecían estar en calma, en esa esquina de mi barrio desperté, el sol jamás salió de las montañas.
En segundo de secundaria cayó una nevada inolvidable, no había otra manera de llegar a la escuela que no fuera caminando, Valdo y yo decidimos arriesgarnos, no se si había examenes o que, pero nadie en su sano juicio habría caminado hasta la Altavista mas que nosotros, en la calle Jazminez nuestro trasero tocó el piso y así llegamos hasta abajo, con las nalgas heladas pero riéndonos como idiotas. Caminando por el lodo o la breve escarcha que había en las banquetas evitamos resbalar de nuevo.
Llegamos a la parte alta del estadio Altavista, una gradería blanca invadida por la nieve nos recibió con las desagradables ovaciones del viento helado, con demasiado cuidado bajamos la escalera, en el parque la nieve nos llegaba arriba de las rodillas, el maestro de ciencias naturales movía los brazos, a mitad del parque logramos entender que no había clases, nos llevó a la dirección y tomamos café hasta el mediodia
-les ha de gustar mucho la escuela- dijo el director
-o no tienen radio en su casa- dijo el maestro
-nos gusta la nieve- dijimos, no creo que fuera cierto, lo dijimos sólo por decir algo.
Un día después de esa nevada las clases se regularizaron, de regreso a casa, con Arturo Olivas y Manuel Mata Vences (su madre se llama Mercedes Vences, ¡lo juro!) nos pusimos a lanzarnos bolas de nieve, en una de las que lanzó Arturo le pega a otro tipo que venía caminando frente a nosotros, el tipo enfurecido se voltea y le mete un mandarriazo al que tuvo más cerca.
Es curioso pero en la nieve los madrazos no duelen, al menos los que te dan en la cara no, recuerdo haber sentido el golpe como un simple enpujón, desquitado su coraje el hombre siguió su camino, Arturo y el Mata me dieron una bola de nieve y me dijeron que me la pusiera en la boca, eso hice todo el camino, no me pasó por la cabeza que aquel tipo me haya reventado el labio, no me dolía nada, sentía la hinchazón en mi boca, sólo tratando de mirar mi nariz podía ver una porción de mi labio inferior hinchado, pero nada mas, ni sangre, ni dolor, un golpe en frío.
Eso es lo que recuerdo, y a veces creo que no he dejado de ser eso: un niño con el labio roto en medio de la nieve, esperando a que amanezca por el lado equivocado.
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